PREÁMBULO
En los preliminares de la tormenta, el
redoble de truenos anunciaba que una tempestad se avecinaba. El cielo encapotado
se iluminó a golpe de estruendo y los relámpagos dibujaron figuras ramificadas en
el horizonte. Comenzó entonces la lluvia a caer con fuerza torrencial y transformó
al agua que manaba mansamente en violentos torrentes.
Aquella
tarde, a la hora en que el crepúsculo trae la noche,
Alexandra, que se encontraba en el octavo mes de
gestación, creyó sentir señales del parto. Sumida en el temor de la madre
primeriza, su primer impulso fue llamar al médico.
Al otro lado
del hilo telefónico el doctor trató de tranquilizarla, tirando del ritual de
los consejos, a fin de que ella misma se buscase la calma, que encontraría poniendo
en práctica las técnicas de respiración ya aprendidas con antelación en las
sesiones de preparación llevadas a cabo en su consulta. Notándola insegura en
las descripciones y no siendo ella capaz de explicarse mejor, añadió que no
podría ser otra cosa que una falsa alarma, ya que, examinadas las anotaciones
del seguimiento, nada le hacía contemplar lo contrario, y lo achacó a los
nervios del momento. No obstante, viendo que Alexandra no encontraba alivio en
sus palabras, quizás porque recordase de pronto lo bien que le pagaba, o puede
que ser la esposa de su paciente más reputado, el Sr. Hermes, pesase tanto como
lo anterior, el caso es que de repente ya no le importunó salir en aquella
noche de perros y le informó que de inmediato se ponía en camino, haciéndole
saber que no tardaría mucho en llegar.
Quisieron los
derroteros de las circunstancias extrañas, solo entendidas a ojos de la
casualidad, que se desencadenaran escenas apocalípticas. Fue así que azotó la
cólera del diluvio y arreció la lluvia con mayor virulencia. En pocos minutos el
río se desbordó y como consecuencia la única carretera de acceso a las colinas fue
tragada por el agua. Descargaron los relámpagos sobre la ciudad y se produjo un
apagón que la dejó oscurecida por el alcance de un rayo.
Ajena a los
avatares, bajo el ruido de fondo de la lluvia golpeando los grandes ventanales de
la mansión y rodeada por un santuario de velas, en una atmósfera de sombras
proyectadas sobre las paredes, los intensos dolores la postraron en el primer
escalón de la gran escalinata principal. Estaba inmóvil, con medio cuerpo
sustentado en frío mármol y los codos apoyados en el peldaño que seguía. Los
sudores ya empapaban el blusón y las fuertes contracciones era ya tan
insoportable que sentía la cadera anestesiada. Trataba de mantener la calma, repitiéndose
los consejos del doctor.
Su
asistenta, de nombre Mercedes, andaba de un lado al otro lamentándose entre
cuitas de desespero; enfrentada a la interpretación de un papel para el que se
suponía preparada. Pero una vez llegada la hora veía su realidad agrandada y consustancial
a ello menguada la confianza. Tomando consciencia al saberse carente de experiencia,
apenas pudo contener los nervios; sobrepasada por la situación, por la
oscuridad, asustada a cada rayo caído. Al tiempo iba y venía por las bajas estancias
de la mansión, sin orden de búsqueda aparente. Lo cual desesperaba aún más a Alexandra.
—¡Señora, qué desconsuelo! No logro encontrar toallas.
—Vaya a mi dormitorio y traiga sábanas o lo que vea a
bien, ¡pero hágalo rápido, por el amor de Dios!
Subió los
interminables escalones de la gran escalinata que llevaba a las habitaciones
superiores a la velocidad que marcaron los sollozos de la señora, que inmersa
en dolor, a cada poco liberaba grito desgarrado.
—¡Dese prisa! –se oyó clamar.
Y como si
la voz la trajese, de inmediato, regresaron los ecos del zapateo despavorido de
su asistenta.
Llevaba en
brazos sábanas, colchas y dos cojines que mas que deshacer arrancó de la cama.
Dispuso todo aquello en el rellano, extendido sobre
el gran rosetón dibujado en el mármol. Fue al office de la cocina y regresó con
un barreño lleno de agua templada, gasas y unas tijeras en el bolsillo del
uniforme, que fueron los preparos encontrados, para luego ayudar a la Sra. De
Hermes a incorporarse, y ofreció su hombro como apoyo, hasta trasladarla a la zona
de parto improvisada.
Alexandra se
tumbó, se colocó los dos cojines entre nuca y espalda, ligeramente reclinada hacia
delante, adoptando la posición de parto. Flexionó las piernas y las apartó. Fue
cuando Mercedes —que debió
haberse buscado las fuerzas en los adentros, donde surgen las voces del arresto
a los que en estado de pánico al fin logra vencer sus propios miedos— se dejó llevar por los demonios de la insolencia.
—¡Empuje fuerte señora! —dijo voz en grito.
Y fue oír
tal arrebato en la afligida sirvienta que a Alexandra se le multiplicaron las
fuerzas, retada a no parecer más débil que quien hace poco así se mostraba, y
no dejó de empujar desde la barriga a cada contracción.
Mercedes
comprobó que la cabeza del neonato ya comenzaba a salir y, emocionada, gritó
enloquecida:
—¡Aquí viene, aquí viene! ¡No pare ahora! ¡Un esfuerzo
más señora!
Alexandra
resopló, sin dejar de contraer su vientre, y volvió a empujar exhausta. Tal
esfuerzo trajo pronta recompensa a tanto suplicio: instantes después escuchó a
su hijo, un varón llorón, respondiendo a la palmada de la vida.
Aún estaba
Mercedes limpiando al bebé cuando de súbito a Alexandra le vinieron más contracciones,
y sin saber ni cómo ni por qué gestaba dos fetos en lugar de uno, y habida
cuenta que en esos momentos poco tiempo hay para mascullar la sorpresa, se
buscó las fuerzas donde no había y en un acto de mudo estoicismo puso el empeño
en ayudar a salir al segundo.
No tardó
más que el primero, pero una vez fuera, y desligado del cordón umbilical,
parecía no respirar.
En un
ambiente de tensa calma, se vivieron minutos de tragedia, seguidos de otros de
zozobra maternal, en los que Alexandra trató de devolverle la vida a través de
bruscos zarandeos a un bebé que nunca la tuvo. Nada se podía hacer.
Sumergida
en el nudo emocional, tiró de ella el resorte del instinto primario, y
colocando al neonato muerto junto a su rostro, quiso olerlo y a cada inhalación
del aroma de su bebé acompañó un suspiro; por su nariz se filtró el olor que solo
una madre es capaz de distinguir entre las partículas químicas del agua clorada,
del jabón y de los restos de placenta que aún lo recubría.
Entró la joven
Alexandra en un trance que la mantuvo minutos con ojos llorosos y mirada
perdida; flotaba en un mundo paralelo que debía encontrarse a distancia
desconocida, en el limbo del pensamiento.
Debió
alguna fuerza interior decidir por ella, pues regresó de ese pensamiento
infinito y se dirigió a la asistenta con frías palabras y gélida expresión:
—Llévese al bebé sin vida lejos de mí y entiérrelo.
Nadie debe saber que han nacido gemelos.
Y sin dar
tiempo a que la conciencia urdiese desafío moral que pudiese interponerse, solicitó
con energía:
—Júremelo ante Dios.
Mercedes se
santiguó y dijo embriagada de visión:
—El Señor así lo ha querido…
E
inmediatamente envolvió al bebé muerto en una sábana, que anudó con delicadeza
a tres nudos.
Ataviada
con traje impermeable, se dirigió al caserón de las herramientas y sacó de él
un pico y una pala que juntó en una mano, asiendo con la otra al bebé envuelto.
Rechoncha y bajita, Mercedes tenía la fuerza y determinación del mulo, y en su
mente cristiana se encontró la obligación de acabar aquello, pues creyó que Dios,
a través de la señora, le había ordenado consumar acto divino.
El primer tomo de esta trilogía se va a publicar previsiblemente entre octubre y noviembre de 2012.
NOTA ACLARATORIA
Este blog se abre con la intención de mostrar la trilogía. Por tanto, lo que aquí se te muestra es una mera presentación, y requerirá del correspondiente proceso de corrección: tipográfico, ortográfico e incluso de contextualización, pudiendo suceder que algún párrafo, e incluso página entera, aparezca más desarrollada y con estilo diferente según el proceso se acerque a su final: la publicación.
Gracias por interesarte en este escritor.